Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. (Mateo, 9:36). Así veía Jesús a las masas populares en su tiempo. La descripción vale para todas las épocas, también para la nuestra. Veamos: el pueblo judío estaba sometido, como otros muchos, a un imperio cuyos impuestos eran una carga onerosa. Actualmente, en mayor o menor grado, muchos países están económicamente sometidos a potencias imperialistas. Asimismo, la muchedumbre que contemplaba Jesús era víctima también de la opresión de las clases dominantes de su pueblo, principalmente la aristocracia sanedrita que se beneficiaba del Templo y los tributos que éste imponía a la población. Todos los pueblos y todas las épocas debieron sufrir algún tipo de clases o castas dominantes. También la nuestra tiene sus oligarquías económicas que se nutren de la miseria de los pueblos del mundo. Y, finalmente, estaban en la época de Jesús, las enfermedades, quizá no tan diferentes de las nuestras, aunque se llamasen de otra manera: lepra, posesión demoníaca… después pestes, cólera… más tarde tifus… actualmente pandemias de virus mutantes. En resumen, que hoy la muchedumbre, las masas populares a escala mundial, presentan un aspecto tan digno de lástima como las que Jesús compadecía.

Y hay otra similitud que interesa destacar. La triste situación de los estratos sociales más humildes de la población en todas las épocas fue y sigue siendo el terreno abonado en el que nacen y proliferan las esperanzas escatológicas, apocalípticas, es decir, la intuición o presentimiento de hallarse ante la inminencia de un cambio radical, liberador, que ponga fin a la injusticia y a la opresión, generalmente acompañado de una victoria sobre los enemigos que se estaban beneficiando del sistema hasta entonces dominante. En el caso del pueblo judío, existía desde hacía varios siglos la esperanza de la venida de un Mesías que vendría a poner fin al sometimiento que ese pueblo sufrió sucesivamente por parte de los imperios de la Antigüedad: babilonio, persa, helenista, romano… El propio libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento expresa similar esperanza por parte del primitivo cristianismo. En este caso se trataría de la segunda venida de Cristo, (a la que posteriormente se le asignaría el nombre de “Parusía”) que se presentaría como vencedor y juez de los opresores del mundo. Con el tiempo se empezó a llamar anticristos a los tiranos de cada época, y se vaticinaba su inminente caída y aniquilamiento a manos del Cristo triunfante que había de venir.

Hubo una gran expectación, a este respecto, en torno al año 1000. Pero pasó el año 1000, y el 2000, y el 2012, que según una pretendida profecía maya habría de ser la culminación de la historia humana o algo parecido, y el mundo sigue adelante, con muchos problemas, pero sigue, y además sigue sin aparecer el mesías apocalíptico que ponga fin a todas esas calamidades. La actual pandemia que sufre la humanidad, la degradación ecológica que pone en peligro la propia existencia de la humanidad y las grandes convulsiones sociales que están teniendo lugar en forma de emigraciones masivas, violencia e inestabilidad política… tienen los suficientes tintes apocalípticos para excitar la imaginación de los profetizadores de parusías.

Y en toda esta historia, ¿qué pintamos nosotros? Por nosotros se entiende quienes nos consideramos seguidores de Jesús de Nazaret. Jesús convocaba a sus contemporáneos, a quienes les decía: «Sígueme», y algunos de ellos se sentían impulsados a seguirle. Jesús de Nazaret no es una mera figura histórica más o menos importante; es alguien que aún vive hoy, como lo prueba el hecho de que aún hoy hay personas que se sienten interpeladas por su enseñanza y dispuestas a seguirle. Pues bien, ¿en qué consiste exactamente el seguimiento de Jesús? Él no nos convoca para anunciar su Parusía, que por lo demás ni él mismo sabía cuándo tendría lugar, como leemos en Mateo, 24:36. Él nos convoca para ocuparnos de esa muchedumbre vejada y abatida como ovejas sin pastor. Dadles vosotros de comer. (Lucas, 9:13). Quiere que le sustituyamos en esa tarea: Como el Padre me envió a mi, así os envío yo a vosotros. (Juan, 20:21). Nos transfirió su misión mesiánica, somos vicarios suyos, pues vicario es la persona que ejerce las funciones de otra. Él actúa y se manifiesta en el mundo a través de sus vicarios o seguidores. En este sentido no tenemos nada que ver con su Parusía. Parusía suena a revancha, venganza, juicio, castigo… y Jesús no nos convoca para eso; no somos su Parusía sino su Epifanía. Epifanía significa “Manifestación”. En los seguidores de Jesús de Nazaret se debe manifestar su perdón, su servicio a los necesitados, el amor del Padre a toda la humanidad.

Sí, él anunciaba el Reino de Dios y decía que estaba cercano. Identificar el Reino de Dios o Reino de los Cielos con esa victoria final a la que se llamó Parusía, llevó a la confusión de los apocalípticos de todas las épocas a pensar que estaba cercana esa culminación de la historia del mundo. Los cuatro jinetes del Apocalipsis: la peste, la guerra, el hambre y la muerte, en realidad nunca dejaron de cabalgar y lo siguen haciendo. Y cada época tuvo sus anticristos, algunos muy famosos, e incluso en la nuestra conocemos alguno, y vendrán más. Pero no es el fin de la historia. Y el Reino de Dios, que Jesús decía cercano, es otra cosa: El Reino de Dios está en vosotros. (Lucas, 17:21). Está en toda época y lugar donde haya discípulos o seguidores de Jesús que le hagan presente con su vida al servicio del prójimo. El “tiempo escatológico” de cada persona es la duración de la vida que Dios le dio. La actitud que Jesús quiere promover en sus seguidores, cuando nos pone ante la imagen de una masa vejada y abatida, es la ser la levadura que fermente esa masa. Esa lenta fermentación es la marcha del Reino de Dios.

Y es una marcha de gente de paz. Esto debe ser especialmente subrayado cuando vemos que con frecuencia se afronta la injusticia con violencia. Esto ya ocurría en la Antigüedad y sin cesar ocurrió en la historia hasta nuestros días. En la época de Jesús había un movimiento zelota de los judíos que luego se enfrentaron violenta e inútilmente a los romanos. No mucho antes había tenido lugar en la misma Italia una rebelión armada de esclavos que acabó fracasando igualmente. Y después, a lo largo de los siglos, abudaron semejantes reacciones violentas contra las situaciones injustas. Los movimientos antifeudales inspirados en las ansias de Reforma terminaron generando grandes matanzas y no dieron a luz un mundo más justo y más humano. Lo mismo puede decirse de las revoluciones que vienen ocurriendo desde finales del siglo XVIII. Pretenden afrontar las situaciones injustas pero lo hacen manera violenta que acaba trayendo calamidades a los pueblos. Lo impulsos humanos que generan la opresión entre las personas, y los que generan violencia para afrontar la opresión, nacen del mismo instinto natural del ser humano: ambos impulsos son expresión del verdadero mal de la humanidad: su naturaleza egoista.

La enseñanza del Maestro Jesús de Nazaret interpela a sus seguidores a obrar de manera diferente a los impulsos naturales negativos:
Sabéis que los príncipes de las naciones se enseñorean sobre ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no ha de ser así; sino el que quisiere entre vosotros hacerse grande, sea vuestro servidor; Y el que quisiere entre vosotros ser el primero, sea vuestro siervo. (Mateo, 20:25-27). Mete la espada en la vaina; quien a hierro mata, a hierro muere. (Mateo, 26:52). Mas yo os digo: No resistáis con mal; antes a cualquiera que te hiriere en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra. (Mateo, 5:39). Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. (Lucas, 6:27-28).

Seguir esa enseñanza es el verdadero Armagedón de cada uno: vencer a la bestia apocalíptica, al anticristo que todos llevamos dentro. La solución de los problemas del mundo pasa ineludiblemente por esa transformación personal. Cultivar empatía para sentirse conmovidos, como lo estaba Jesús, ante la muchedumbre vejada y abatida.