El documento lleva por título:
Evangelii gaudium
(“La alegría del Evangelio”). Es
apropiado el unir en la misma expresión “Evangelioy “alegría” pues no está de más
recordar que, etimológicamente, el termino ευαγγέλιο significa “buena noticia”. Invita a
recuperar la frescura original del Evangelio, a no encerrar a Jesús en nuestros
“esquemas aburridos”: abrirse a un Evangelio siempre nuevo: cada vez que intentamos
volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos,
métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas
de renovado significado para el mundo actual. Afirma que el gran peligro del mundo (y
de los cristianos) es la tristeza”, no la increencia.
Llama también a una conversión pastoral y misionera, que no deje las cosas como están.
El texto habla también de una conversión del papado para que sea más fiel al sentido
que Jesucristo quiso darle, y afirma que no se realizó plenamente la aplicación de la
colegialidad y que es necesaria una saludable descentralización. Añade que en esta
renovación no hay que tener miedo de revisar costumbres de la Iglesia. El Papa dice que
la mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia donde
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y
que es necesario huir de la espiritualidad del bienestar y vencer la mundanidad espiritual
que consiste en buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana. A este respecto
el papa dice:
Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle,
antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias
seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada
en una maraña de obsesiones y procedimientos. Más que el temor a equivocarnos, espero
que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa
contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde
nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite
sin cansarse: “¡Dadles vosotros de comer!” (Mc 6,37).
Entre la atención que en el documento se dedica a la Iglesia se subraya la necesidad de
hacer crecer la responsabilidad de los laicos. Afirma que “es necesario ampliar los
espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”. Señala que los jóvenes
deben tener “un protagonismo mayor”. Frente a la escasez de vocaciones en algunos
lugares, afirma que no se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de
motivaciones”. La verdad es que en este tema el afán reformista no es muy profundo y
no se avanzan propuestas de renovación eclesial. Lo de ampliar espacios para una
presencia femenina y hacer crecer la responsabilidad de los laicos es bastante ambiguo.
De hecho, lo que dice sobre los seminarios, las vocaciones y sus motivaciones implica
que se sigue contemplando en la Iglesia la continuación de la división artificial, en
absoluto evangélica, entre el sacerdocio y el laicado.
Si a lo largo de todo el texto se remarca tanto el carácter optimista del Evangelio es
porque resulta evidente que con frecuencia se olvidó eso en la Iglesia. De hecho, en el
texto de esta encíclica se pone en guardia contra la deformación que puede resultar de
maneras inadecuadas de predicación, concretamente en el párrafo 38, cuando dice:
si un
párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres
veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se
ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la
gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
Precisamente la caridad y especialmente la justicia son contempladas en el capítulo
cuarto de la Encíclica, que es el más extenso del documento. El Papa denuncia el
sistema económico actual, del que dice que es injusto en su raíz. Esa economía mata ya
que predomina la ley del más fuerte. Los excluidos no son «explotados» sino desechos,
«sobrantes». Vivimos en una nueva tiranía invisible, a veces virtual, de un mercado
divinizado donde imperan la especulación financiera, una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta. En el texto se reafirma la íntima conexión que existe entre
evangelización y promoción humana, y el derecho de los pastores a emitir opiniones
sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas. Para la Iglesia la opción por los
pobres es una categoría teológica antes que sociológica. Por eso dice querer una Iglesia
pobre para los pobres. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los
pobres no se resolverán los problemas del mundo. El Papa invita a cuidar a los más
débiles: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los
ancianos cada vez más solos y abandonados y los migrantes, por los que exhorta a los
países a una generosa apertura. Habla de las víctimas de la trata de personas y de nuevas
formas de esclavitud, y de los doblemente más pobres: las mujeres, los niños y los más
débiles. Los niños por nacer, son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy
se les quiere negar su dignidad humana.
En la actual situación del mundo, cuando se está imponiendo un sistema económico
injusto que agrava las diferencias entre los más ricos y los más pobres, es muy oportuno
este mensaje que indica que se ha de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los
pueblos más pobres de la tierra, porque la paz se funda no sólo en el respeto de los
derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, y que hay un
signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad
descarta y desecha. Literalmente, el Papa dice:
Quiero una Iglesia pobre para los pobres.
Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas.
A
lo largo de todo el capítulo cuarto se expresa esa preocupación por la justicia que debe
realizarse en los sectores más castigados de la sociedad. Se insiste en el documento en
que ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado.
Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, lo deberían pensarse como
respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los
pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación
financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los
problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los
males sociales. ¡Se echa en falta políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el
pueblo, la vida de los pobres. Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que
toquemos la carne sufriente de los demás.
Mientras leía el texto de la encíclica, principalmente el capítulo cuarto, me di cuenta de
lo lejos que estamos de obrar según el espíritu del Reino que propugnaba Jesús. Nuestra
forma tibia de asumir los valores del Evangelio podría ser perfectamente aceptable para
aquel joven del que se habla en
Mateo 19, 16-23
que se alejó entristecido cuando Jesús
le formuló su programa de trabajo por el Reino de Dios. Creo que la inmensa mayoría
de cristianos, entre los que me incluyo, se ha instalado en una situación ambigua
consistente en una aceptación teórica de las formulaciones del Evangelio y una práctica
poco acorde con su esencia. No se trata de hipocresía o falta de sinceridad, en el
seguimiento a Jesús; es más bien un intento, generalmente inconsciente, de conciliar
ese seguimiento con lo máximo posible del disfrute de los bienes terrenales, olvidando
que a este respecto Jesús decía que no se puede servir a dos señores. Verdaderamente,
no es posible servir a la vez a Dios y al dinero. Todo lo que hacemos por mejorar la
propia situación económica va en perjuicio del establecimiento del Reino de Dios, y
viceversa. Cuando la lucha y el afán por la mejoría de las condiciones y calidad de vida
no es general, comunitaria, se generan situaciones de desigualdad: desigualdad de unos
individuos con relación a otros, de unas familias con relación a otras, de unas naciones
con relación a otras…
Eso quiere decir que la ruptura con esa actitud que constituye una negación del
Evangelio no puede ser sólo personal, sino social. El texto de la encíclica menciona las
causas estructurales de la desigualdad. Y si las individuales son difíciles de vencer, las
estructurales lo son mucho más. En el documento se ade que ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta de
soluciones para los problemas contemporáneos. Es una postura correcta; no procede que
el Papa se ponga a pontificar sobre la manera de eliminar las causas del mal
funcionamiento de las sociedades. Cada comunidad humana debe buscar y aplicar las
soluciones adecuadas a su situación y problemática. Tampoco Jesús daba recetas de ese
tipo. Él sólo mostraba el espíritu con el que debían ser abordadas las reformas. La
propuesta que le hacía al joven del mencionado pasaje de
Mateo
era que empezase
vendiendo todos sus bienes y los diese a los pobres. La primera comunidad cristiana de
Jerusalén aplicaba ese principio con el fin de compartir comunitariamente los bienes.
Vemos la reacción de egoismo personal en el abandono del joven y en la actitud de
aquel matrimonio de la comunidad de Jerusalén, del que habla el libro de los
Hechos de
los Apóstoles
, que se reservó parte del importe de la venta de sus bienes en su entrega a
la comunidad. Pero en el mejor de los casos, que se supere ese egoismo personal,
quedan aún intactas las causas estructurales. El vender los bienes para dárselos a los
pobres implica que haya alguien que los compre, y eso significa que el sistema
económico permanece intacto, y es éste, precisamente, el que debe ser cambiado. Sin
ese cambio estructural, los individuos se verán impelidos a procurar el bien sólo para
sus familias y sus naciones en perjuicio de las demás familias y naciones, y eso genera
lucha de clases y guerras como las dos mundiales que tuvieron lugar en el siglo pasado.
Este tipo de consideraciones va más allá del contenido de la encíclica que comentamos,
pero la encíclica no tendría ningún sentido si no provocase una preocupación por estos
temas. Todo quedaría en un documento muy bien construido, con unas declaraciones
muy bonitas, pero sin ninguna utilidad práctica. Los cristianos de nuestra generación
tenemos que preguntarnos por qué 20 siglos después de haber sido predicado el mensaje
evángelico y 17 siglos después de haber sido asumido teóricamente por un colectivo
social tan amplio como el Imperio Romano, las cosas están como están. Unas pocas
decenas de familias, cristianas en su mayoría, poseen más dinero que todo el resto de la
humanidad y usan el poder que les proporciona para imponer fórmulas económicas que
les permiten incrementarlo a costa de la miseria de muchos millones de seres humanos.
Y en las mencionadas guerras mundiales eran cristianos la gran mayoría de los
beligerantes. Seguramente entre la gente que moría y mataba en los frentes de batalla
había muchos cristianos que se encomendaban a Dios y quisieran encontrarse muy lejos
de aquella situación. Tenemos que preguntarnos cuáles eran las causas estructurales que
les obligaban a comportarse de una manera tan radicalmente opuesta al Evangelio que
creían asumido a nivel personal.
Pues bien, las estructuras sociales que frenan la construcción del Reino de Dios son,
según mi opinión, los nacionalismos que se oponen al internacionalismo, a la
universalidad del género humano, y la institución familiar que establece una frontera
infranqueable entre el ámbito familiar y el colectivo social. Por supuesto, cuando
contemplo la institución familiar como algo que impide la aplicación social del
Evangelio no me estoy refieriendo a los roles que la familia tiene como ámbito de
convivencia conyugal y de procreación de descendencia; esos son roles muy dignos y
necesarios. El problema está en que las familias son también unidades económicas
independientes, lo que ocurre actualmente en casi todas las sociedades, también y
principalmente en las sociedades cristianas. En este esquema social, la puerta de cada
vivienda familiar es una frontera más infranqueble que cualquier Telón de Acero. En las
relaciones intrafamiliares el dinero no tiene ningún valor, los miembros de la familia lo
usan sólo para las relaciones con el exterior. Dentro del ámbito familiar se practica, por
lo general, un comunismo tan perfecto como el de la primera comunidad cristiana de
Jerusalén: cada uno aporta según sus posibilidades y recibe según sus necesidades. Es lo
que el evangelista Lucas nos dice sobre aquella comunidad de Jerusalén y es el ideal
comunista. Pero las familias existen precisamente para encerrar en ellas ese ideal y no
permitir que se expanda a la gran familia humana.
Un nivel más amplio que la familia, pero también cerrado como ella, es el de los países
y naciones. Dentro de esas comunidades se da un grado de solidaridad y ayuda mutua
que se niega a los forasteros. También las clases sociales, a veces las religiones, los
grupos lingüísticos y otros factores de diferenciación operan en el mismo sentido de
generar colectivos cerrados que basan el afecto y la colaboración entre sus miembros
sobre el rechazo y hostilidad a otros colectivos. Precisamente el objetivo del Evangelio
es romper esas fronteras y el Reino de Dios pasa por superar esas divisiones. Es
evidente que nos encontramos muy lejos de esa solución, pero si no nos planteamos la
iniciación de algún tipo de proceso que conduzca a esa meta no tiene sentido hablar de
la alegría del Evangelio. De hecho, las preocupaciones de la Iglesia sobre la familia van
en otra dirección. Recientemente se emitió un cuestionario sobre la problemática
familiar, parece ser que para ser respondido masivamente por los fieles. Todas las
preguntas de esa encuesta van en la dirección de la problemática del matrimonio, la
educación de los hijos y otros aspectos que, en definitiva, tienden al afianzamiento de
un modelo familiar al que se podría denominar “familia cristiana”. En la misma línea,
en la encíclica que comentamos, dice el Papa que La familia atraviesa una crisis
cultural profunda”, e insiste sobre “el aporte indispensable del matrimonio a la
sociedad”, subrayando que “el individualismo posmoderno y globalizado favorece un
estilo de vida que desnaturaliza los vínculos familiares”. O sea, que se considera natural
e indispensable ese modelo familiar y se ignora lo que tiene de nefasto para la
implantación de los valores del Evangelio a escala social… Si el individualismo, en
palabras del Papa, desnaturaliza los vínculos familiares, éstos a su vez desnaturalizan y
arruinan los vínculos sociales. Los gobernantes que usan su poder para perjudicar a los
ciudadanos lo hacen a favor se su propia familia. Lo mismo se puede decir de los
corruptos de todo tipo, los banqueros que arruinan a muchas familias, para beneficiar a
la suya, con estafas como la venta de “preferentes”, deshaucios de viviendas… y otros
muchos ejemplos que se podrían poner en todos los niveles de la escala social, incluso
con actos que son completamente legales y que nadie se atrevería a censurar. El que
especula con acciones, bienes raíces u otros tipo de mercancías lo hace para ganar
dinero para su familia, pero lo que su familia gana, otras lo pierden. Otro tanto se
puede decir de todo tipo de negociantes, por muy lícitos que sean sus negocios,
incluyendo los que no tienen más mercancía que vender que su fuerza de trabajo: lo
venden para mantener a “su” familia ignorando lo que pueda ocurrir a otras familias.
Los que tal hacen son somos personas atrapadas en unas estructuras (nación,
familia…) que nos transcienden; no tenemos culpa personal pero responsabilidad
estructural en la medida en que formamos parte de las estructuras alienantes; lo único
que nos justificaría sería hacer algo para superar esas estructuras. La sociedad en
general no gana con la competencia, legal o ilegal, entre las familias de la misma
manera que la humanidad en general no gana con la competencia, bélica o pacífica,
entre las naciones.
Resumiendo, la encíclica
Evangelii Gaudium
es un buen documento a condición de que
no nos quedemos sólo con lo que tiene de denuncia de los males de este mundo que se
oponen a la realización del Reino de Dios, y profundicemos en las causas que producen
esos males y nos impliquemos en su erradicación.